Los nombres tienen color

“Los nombres tienen color, el mío es rojo obscuro y brilla demasiado”, decía Salvadora, que amaba llamarse así y nada podía parecerle más evidente “¿de qué otro modo me podría llamar?”.

Dicen que Alfonsina es de origen germano y significa “guerrera preparada para el combate”. Storni, a quien quisiera oírla, lo aclaraba aún más: “quiere decir que se atreve a todo”.

Parecían caminar en paralelo. Desear y luchar en paralelo.

Con solo dos años de diferencia, Salvadora y Alfonsina vivieron vidas espejadas y, por supuesto, fueron amigas.

Poetas, teatristas, periodistas, maestras, autodidactas, militantes. Más o menos reconocidas, más o menos criticadas, lograron ambas, sin permisos ni avales, ganarse la vida que quisieron vivir.

Ambas llegaron a Buenos Aires antes de cumplir los 20, con un hijo de la mano y un despelote de sueños en el pecho. Las formas solo las guardaron para sus poemas. El deseo fue su brújula y no aceptaron obedecer morales ajenas.

Salvadora no reconoció ningún tipo de autoridad. Ni la paterna (nada sabemos sobre su padre, descartamos la relevancia del que contribuyó a la gestación de su primer hijo y la oímos cuestionar el modo de ejercerla del que contribuyó a gestar a los otros tres); ni la escolar (la echaron del colegio al negarse a besar el anillo del obispo); ni la marital (contrato que aceptó firmar bajo protesta solo al parir a su hija mujer, a la que la sociedad le exigía más papeles que a los otros), ni la gubernamental (a Yrigoyen le arrancó el indulto para Radowitzky; a Uriburu le puso los puntos desde la cárcel, ese “rincón de miseria” al que él mismo la envió; con Perón disputó poder en múltiples frentes hasta el último de sus días).

Tampoco Alfonsina reconoció más autoridad que la propia. Aun cuando tuvo que trabajar desde los 10 años para compensar los bebidos fracasos de su padre, los 15 la encontraron actuando sobre las tablas y de gira por el país. Eligió Buenos Aires y la poesía, desoyendo cualquier negativa, eludiendo toda displicencia y abriendo cada puerta que le quisieron cerrar.

La primera mujer en ser invitada a las tertulias de ese Olimpo masculino que fue (¿ya no?) la literatura nacional, se ganó con pluma, sudor y tesón su lugar en el panteón de la historia. Como Salvadora, que fue, además, la primera oradora mujer en un mitín anarquista que concentró a 10 mil personas (casi todos hombres) en 1914.

Ninguna reconoció, por supuesto, la autoridad de ningún tipo de dios.

Rechazaron todo intento que buscara cercenar su libertad, reprimir sus deseos o acallar sus rugidos. No aceptaron ningún mandato de esa sociedad que intentaba meterse en sus camas, en sus mentes, en sus manos.

No sin contradicciones, reclamaban una misma moral para ambos sexos. Lucharon por el derecho al voto de la mujer, por la conquista y el ejercicio de sus libertades. Las nuestras.

Y lo hicieron poniendo sus cuerpos en juego. Conscientes de que “es más duro abrir un camino que recorrerlo”, destrozaron prejuicios, ignoraron censuras, desconocieron normas. Vivieron con la libertad que deseaban ―y exigían― para todas.

¿O es que hay otra manera de disputar la libertad?

 

                                                                                                                                                              (Publicado en Imágenes Urgentes – 2021)