“Hay un hombre que está perdidamente (enamorado) de una joven. Esta rechaza su amor. ¿Por qué? ¡Misterios del corazón! Él en lugar de olvidarla y poner tierra por medio, asesina a su amada y después se quita la vida con la mayor frescura de este mundo.
Esto envuelve una lección altamente provechosa para la mujer. Las malas acciones, como las buenas, encuentran siempre imitadores.
Basta que a uno se le ocurra una idea feliz para que traten de imitarlo los demás. Y decimos una idea feliz porque lo es efectivamente la que guió al caballero citado a levantarse la tapa de los sesos.
Su resolución es de mucha trascendencia social.
Cuando menos ha hecho meditar a la mujer.
Y se ha estremecido al considerar que su carácter voluble, superficial, puede acarrearle mil sinsabores.
El aludido caballero nos ha vengado de la mujer.
Jesús murió para redimir a la humanidad. Este se ha sacrificado para salvar a los hombres.
Debemos glorificar su muerte. Es digna de apoteosis. No seamos ingratos con el que ha hecho arrepentir a la mujer de su coquetería, de su volubilidad.”
El diario La Nación publicó estas palabras firmadas por su cronista Abén Xoar horas después de que Enrique Ocampo asesinara a Felicitas Guerrero. Mientras sus restos eran despedidos en la Recoleta ―donde en una vuelta más de espanto, su cortejo se cruzó con el de su femicida― la prensa decidía narrar los hechos de esta manera: escarmiento y aprendizaje. Para la mujer. No para Felicitas, que acaba de dejar de respirar: el escarmiento es para todas las demás. Coquetas. Volubles. Mujeres.
“La mujer más hermosa de la República”, decía el poeta Guido Spano sobre Felicitas, sobre quien posaban sus miradas tantos hombres.
¿A eso llamará el cronista “coquetería”?
Felicitas Guerrero, la mayor de los muchos hijos de Carlos y Felicia, tuvo que aceptar la voluntad de su padre que, en contra de la propia, arregló su casamiento con Martín de Álzaga. Así, la más bella y el más rico, conformaron un matrimonio conveniente, lo único que explica que se haya casado a una casi niña de 18 años con un ya viejo de 50.
No era opinable, aunque Felicitas opinó y dijo que no. Una mujer decidiendo su destino en 1864 era una total excepción y esta vez Felicitas no pudo. Dijo que no, pero no le valió.
“Y la verdad es que nada de extraño podía tener que aquella niña hubiera impresionado á aquel anciano al extremo de pedirla en casamiento a sus padres, porque la naturaleza había prodigado en ella sus más preciosos dones. Era tan bella que los diarios y revistas de la época llegaron á considerarla «la joya de los salones.» Sin estar en la plenitud de su desarrollo, se hallaba modelada en la forma casi perfecta de la mujer atrayente. Sin ser muy alta, era esbelta. Su rostro oval, encuadrado en undosa cabellera de castaño obscuro; sus ojos pardos, «de dulce mirar» y de expresión distinguida; la modalidad graciosa de sus labios coralinos que, al sonreir, dejaban entrever el doble arco de su dentadura blanca, igual y apiñonada; el tinte de su tez pálido mate, todo ello, reunido á su natural elegancia, sin afectaciones estudiadas, hacían resaltar el conjunto de las propiedades distintivas de su carácter amable y bondadoso, fundido, indudablemente, en las sanas costumbres religiosas de su hogar paterno. Era niña y ya parecía mujer, y la evolución de la naturaleza debió operarse en ella sin transición violenta, sin desconocimientos superficiales, impropios de quien ya sabe darse cuenta de su misión en la tierra”, dirá en sus “Crónicas” Rafael Barreda, en 1914, dándonos material para hablar unas cuantas horas más sobre la misión en la tierra de una niña que parecía mujer y a la que casaron, como a tantas otras, en contra de su voluntad.
Cuentan que en el matrimonio encontró a un hombre amable, afectuoso, que la trataba bien y la tenía en cuenta. Ella quería saber y él le enseñó. Así, aprendió todo lo referido al funcionamiento de los campos, la servidumbre, la compra y venta de ganado.
A los relatos sobre la amabilidad de Álzaga les suele faltar que el tal caballero tenía ya cuatro hijos que nunca tuvo a bien reconocer ―mucho menos heredar― y una relación con la madre con la que nunca había tenido a bien casarse. Omisiones obsecuentes en torno al hombre más rico de la región. Arraigadas, ciertas costumbres, en el Río de la Plata.
Como fuera, Martín y Felicitas tuvieron un hijo dentro del matrimonio, lo que le daba un estatus legal y social diferente de los cuatro primeros pero que no le alcanzó para vencer a la fiebre amarilla que se llevó su vida a muy pocos años de abrir los ojos al mundo. Y puesta a doler y duelar, Felicitas parió a su segundo hijo un día después de enterrar al esposo y le tocó volver rápido al cementerio porque su hijo nació, pero sin vida.
Así, tenemos a una viuda joven, bella y dueña de una gran fortuna que poco después de cumplir el luto obligado, decide, por fin, disponer de su vida.
¿A eso llamará el cronista “coquetería”?
Los bienes que heredó de Álzaga ―por esposa legal y porque él así lo dispuso en su testamento― los administró su padre hasta que Felicitas se hartó de tutelas, revocó el poder que lo autorizaba a la gestión y comenzó a ocuparse por sí misma de todo lo suyo.
¿Llamará a eso “coquetería” el cronista?
Y no le iba nada mal. Aprendió y disfrutaba de sus tareas, iba y venía de su casa de Barracas a su estancia La postrera, su propiedad preferida, a orillas del río Salado, allá en el límite entre la “civilización” y los territorios defendidos por indígenas. Y fue en ese camino en el que la sorprendió una noche la tormenta que desorientó a su cochero. Ella supo que se había errado el camino e indicó frenar a resguardo de un conjunto de árboles hasta que pasara la lluvia y pudieran retomar. Y ahí es donde sucede la escena que narraron sus acompañantes y que ningún relato se priva de contar ―tampoco éste―:
― ¡¿Dónde estamos?! ― habría preguntado ella creyendo que lo hacía al aire.
―En mis tierras, que son suyas― le habría respondido un joven Samuel Sáenz Valiente, su vecino, propietario de tierras linderas a las suyas al que hasta entonces no conocía pero que la hospedó hasta que la tormenta aflojó y ella pudo irse. De su casa pero ya no de su vida.
Cuentan que hubo un flechazo que dio origen a una relación que terminó en compromiso, todo lo cual, esta vez sí, elegido por Felicitas.
¿A esto llamará el cronista “coquetería”?
Sarmiento preside la República Argentina, está por construirse un puente de hierro imponente que cruzará el Río Salado, a pasos de su propiedad, Felicitas dona dinero para su construcción y está atareada entre ese evento al que acudirá con importantes funcionarios de gobierno y el de su propio compromiso, que está pronta a anunciar. Nos vamos ahora a su casa de Barracas, la entonces Finca de los Guerrero, a la que llega un poco después que sus invitados: la demora unas compras en el centro. La esperan su tía Tránsito, su amiga Albina, su primo Cristián, su novio Samuel y unos cuantos más. Le avisan que la espera, también, Enrique Ocampo.
Los hombres miraban a Felicitas, desde siempre y sin disimulo, desde que “era una niña pero parecía mujer”. Hay quienes dicen que ella, ecuánime con todos, obsequió alguna preferencia a Ocampo. Algunos dicen que de niña, antes de ser obligada a casarse, otros dicen que ya viuda, otros que tal cosa nunca sucedió.
Si esa preferencia no era más que producto de la imaginación de Ocampo o un cambio de opinión y deseo de Felicitas, había quedado claro que su decisión era casarse con Samuel Sáenz Valiente y con nadie más.
Estaba claro también que Enrique Ocampo la consideraba de su propiedad y no pensaba permitir que nadie que no fuera él gozara de ella.
Lo había avisado ya: a su amiga, a su padre, que no consideraron seriamente sus amenazas cuando juró matarla antes de permitir que se casara con otro. Ocampo era “educado y de buena familia”, quién iba a pensar…
Volvemos a Barracas en donde Felicitas dice que no, otra vez pronuncia un claro NO. No quiere recibir al hombre que la acosaba hasta en su propia casa. Pero tiene visitas y ante la negativa de Ocampo de retirarse sin hablar con ella, decide evitar un escándalo y recibirlo.
Hay múltiples relatos que cuentan los detalles de ese encuentro, en todo caso, haya sido como haya sido el final es el mismo: Ocampo quiere que Felicitas sea suya. Felicitas dice que no. Ocampo la mata.
Sonaron varios disparos en la casa de Barracas: el primero, el de Ocampo a la espalda de Felicitas, que agoniza hasta la madrugada. Los siguientes sobre Ocampo. Nunca se confirmó si además de matar decidió también morir o si su muerte estuvo a cargo de los familiares de Felicitas, que estaban cerca por si acaso, un acaso que no lograron impedir.
Felicitas lo recibió, lo escuchó y le dijo, otra vez, que no. Dio por finalizado el encuentro que tampoco había consentido, le dio la espalda y Ocampo la mató.
No le hace justicia a Felicitas recordarla por aquello que no decidió: la belleza con la que nació y la forma en la que murió.
Aún así, seguimos hablando de la joven más bella, la viuda más rica, una mujer visible, de la alta sociedad. Hablamos del primer femicidio… del que tenemos detalles.
Lejos de ser el último.
Para regocijo de Abén Xoar, el cronista de La Nación, vendrían muchos más, que siguen intentando aleccionar a las mujeres:
“Las impresiones más profundas se borran pronto (…) quiere decir esto que las mujeres olvidarán pronto el suceso de Barracas, si nosotros no mantenemos vivo en su mente el recuerdo de ese sangriento drama. Es menester no hablar de otra cosa. Más aún es necesario que de vez en cuando repita alguno esa tragedia, para salvar a los demás.
Entonces dirán las mujeres:
― Hay que abrir el ojo y aceptar el amor del que nos lo ofrezca con sinceridad.”