Llámela sargento

Esto no se aguanta más.

Así arrancó Martina la mañana, como arrancan todas las revoluciones internas pseudo espontáneas: por hartazgo.

Harta estaba, parece, de ver borrachos ingleses por sus calles, espamentosos, ordinarios, envalentonados.

No le gustaba andar con miedo, estaba acostumbrada a mandar y estos rubios colorados que salieron del agua hace ya mes y medio la tienen harta. 

Las ventas bajan, lógico. La gente casi que no sale a la calle. Entre paranoias, terrores y conspiraciones; conciliábulos, arreglos y traiciones, no se ve un alma si no resulta más que indispensables.

Ni sus hijas salen solas ya. Que el miedo de los criollos le resulte excesivo no quiere decir que vaya a andar dejando a sus hijas a merced de tanto vago sajón.

Sola, todo sola tiene que hacer Martina y la verdad es que ya está harta. 

¿Por qué le vienen estos a cambiar su vida de golpe y sin permiso? 

Como si hubiera tenido poco hasta ahora. 

En unos años dirán que todavía es joven, pero en esta época ya no tanto: ronda los 45 y anda sola criando a sus tres hijas casi que desde siempre.

No es que Martina anduviera quejándose por ahí, no es su estilo ni el de moda, pero lo cierto es que había tenido que levantar casa y negocio con la sola fuerza de su empeño: el esposo que se ganó había muerto ya ni se acuerda cuándo.

Levantó casa y negocio mientras las changuitas crecían y logró crear y crecer su propia pulpería. Frente a la Iglesia de Belén, o la de San Pedro Telmo, según el lado y momento de la historia desde los que prefiera una ponerse a pispear.

Era una ubicación sino privilegiada, al menos nada despreciable: tenía sobradas ventajas si se la pensaba con criterio y picardía. Y de eso Martina tenía para compartir. 

No era la única la suya, pero en aquellos metros en donde paraban bueyes y carretas repletas de productos para comerciar en la Plaza Mayor, los hombres sedientos abundaban. 

Es que el Alto de San Pedro (todavía no hay unitarios, ni federales, ni gobernadores, ni fusilados por aquella causa como para que andemos cambiando Alto por Plaza y Dorrego por santo) era el último antes del cruce del Arroyo Tercero Sur.

Parada obligada siempre, pero cuando golpeaban las tormentas en este remoto sitio de Dios, corría el alcohol que daba gusto y por tiempo indeterminado.

Paraban los hombres a dar de comer y beber a sus bueyes y a sus propios estómagos. Se encontraban con sus pares de comercio, ajustaban precios, intercambiaban novedades, jugaban a las cartas y pasaban a saludar al patrono de la navegación, ahí enfrente de lo de Martina, para agradecer —si era el caso— y pedir —aunque no lo fuera—. 

“Bendiciones, padre”, se escuchaba casi todo el día.

Y es que toda la empresa dependía de que los productos llegaran en buen estado al mercado de la recova y una vez ahí se vendieran, todos y a buen precio. Y rápido, ya que estamos para pedir. “Del ideal a la catástrofe lo mejor que se pueda, padrecito”. 

Se disculpaban por lo que podían disculparse, confesaban lo que convenía y se cruzaban a por un una copita más. 

Bastante bien lo llevaba Martina, a cargo de hijas y negocio. Lo templado que tenía ya el carácter la dama, como para que vinieran estos gringos a vociferar sin permisos ni modales. 

Las puertas se cerraban para los ingleses: las de negocios y hogares. Alguna por principio, todas por temor. Pero la cosa estaba cambiando. 

Harta de todo, especialmente de los golpes que recibe hace rato a su puerta, toma una decisión. 

Abre, sale y negocia con el que mejor habla su idioma —lo único que faltaba era que encima tuviera que aprenderse el de los arribados—.

Los ya bastante alcoholizados soldaditos son doce. Los doce que habrán quedado con el pico seco y las ganas de extender la noche. Es que no vienen dando bien las cuentas para los rubios colorados, parece. Sí que tomaron la aldea, pero no que vengan ganando todas las batallas a esos lugareños pesados que cada tanto cuelan alguna que otra estrategia de los protomilitares locales. 

“De a uno”, les propone Martina. 

Nada querían saber los ingleses que, al menos beodos y en grupo, no aceptaban gustosos órdenes de mujer. Con cierto esfuerzo, Martina cambió el tono y se les presentó como madre temerosa. Les explicó, apelando a su comprensión estimados caballeros, que estaba sola con sus tres niñas y que, disculpen si los ofendo, no sería decoroso ni sensato recibir a tanto masculino y encima extranjero —porque cuando una argumenta, argumenta con lo que tiene a mano—, doce soldados, extranjeros y bebidos. Válgame. 

La cosa es que aceptaron. De a uno, según la condición de Martina. Les daré de comer y de beber pero ingresan de a uno.

Y así, uno a uno, conforme ingresaban, eran golpeados, atados y maniatados por sus dulces crías. Es que la fruta no cae lejos del árbol, se diría después, y las hijas de Martina no tenían por qué tener menos coraje que su madre.

La noche termina en la casa pulpera de Martina Céspedes con doce miliquitos angloparlantes maniatados y custodiados por las cuatro féminas.

Al alba la custodia se reduce a la de las tres más jóvenes ya que la madre del clan, se dirige, veloz, al fuerte en el que se está negociando la rendición. 

Es que las cosas no venían bien, decíamos, y a los ingleses se les estaba acabando la joda en la aldea de los buenos aires y el Virrey Liniers acordaba los términos de la partida con el vencido Whitelocke, que compartiría vergüenza con sus compatriotas por, al menos, un par de siglos más. 

Antes de la firma llega Martina, esquivando armas y custodias y con el mismo temple logra ser escuchada por el Virrey. Pudo con los ingleses mirá si la iban a andar parando las armas de los propios. 

“Lo interrumpo, su Merced, para que incorpore en el acuerdo a los muchachos soldados que tengo maniatados en la casa mía. Tengo doce, pero si no es molestia le voy a devolver a once, que uno se queda con la más chica de las mías, que le echó el ojo. Sepa comprender, la Josefa se me enamoró del que le falta en la cuenta”.

Sin más trámite Liniers despachó a los once para la cuenta de Whitelocke y se quedó firmando nuevos papeles: los que nombraban a Martina Defensora de Buenos Aires y Sargento Mayor del Ejército, incluyendo autorización para portar el uniforme y pensión vitalicia. 

Nada mal para la coterránea que dio cuenta, junto a otras tantas, que por aquel entonces y en estos pagos del sur, mujer y varón andaban en las mismas.

Para “La trama oculta de  Buenos Aires” –  Septiembre 2018