Crónica crítica

Fue una de nuestras mejores crónicas, de las que –vamos a confesar- abundaban por aquellos tiempos en nuestras páginas. Las más prodigiosas plumas se habían reunido en Crítica gracias al ojo de Natalio, a qué negarlo.
Con el último esfuerzo que me permitía eso que sentía una derrota personal, decidí la cobertura. Como si fuera hoy: Natalio manda a Tuñón, yo publico a Roberto. Nadie mejor que Roberto, que sabía de derrotas y metafísicas, para narrarle al mundo lo que sucedería al alba. 

La ciudad estaba en ascuas. Me sentí hermanada con las avenidas vacías soñando que el pueblo de esta Nación se unía en el dolor que estaba por revolearnos el fantoche. Ese fantoche de uniforme que gustaba ser llamado General y Presidente. Quisiera creer que no hubo un alma en Buenos Aires que haya conciliado el sueño ese 1 de febrero. 

Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanosos tras las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de Culatas. Más sombras que galopan.

Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.

Me equivocaba hermanando motivos. A mi me desvelaba la desazón y la injusticia. A mis compañeros de ideas les hacía hervir la sangre la promesa de vengar la muerte que estaba por acontecer. Natalio ansiaba la primicia de primera plana. Insomnio tenían, también, aquellos que venían de River y, excitados por el boxeo, por la adrenalina que les dejara el Torito de Mataderos, buscaban un nuevo escenario de sangre. Personajes de una nueva farsa que algunos vivíamos como tragedia, ingresaban a la Penitenciaría Nacional a aplaudir la ceremonia que daría muerte al terror que los perseguía desde que Severino Di Giovanni arribó a este país para destruir su cómoda paz. 

Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huída hacia las sienes como la de las panteras. 

Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte. 

El escenario fue ese reducto de lavaculpas burguesas al que el fascismo gobernante gustó elevar a la categoría de modelo. Ese gigante de cinco pabellones que para tantos constituye el paso previo a la tortuosa cárcel del fin del mundo, esa frente a la que no hay eufemismos que logren evitar el terror ni a los humores más templados. 

Recuerdo lo que era la redacción cuando se cumplieron los 50 años de la construcción de la Penitenciaría. Recién nos habíamos mudado al edificio de Avenida de Mayo y solo unos pocos nos habíamos quedado después del cierre. A Natalio no le importaba la fecha exacta del acontecimiento sino el ruido que hubiera con su publicación. Tenía que aturdir, ese relato. 

Nos quedamos unos pocos, que igualmente sumábamos unos cuántos más que los necesarios para tipear una historia. Se oían los tecleos histéricos de Suárez que intentaba transmitir la euforia de la pelea que acababa de presenciar y el toc toc del lápiz con el que Timoteo esperaba la inspiración para ilustrar el último policial, allá, al fondo, lejos de la ventana.

Se habían matado por conseguir la nota y ahora ninguno se animaba a escribirla. Me seducía tanto el momento que me quedé con ellos, rascando coraje para escribir sobre esos muros, en esa noche húmeda que coroné con unos whiskys en el centro con mi amigo Arlt. Haberlo sabido antes. Nadie se animaba a hablar claramente de esa obra monstruosa que alababa la oligarquía. Por impecable, impoluta y modelo, decían que la alababan. 

Tenías que hablar del Cabildo si te ponías a hacer historia. De ese antro de malvivientes hacinados en el que se había convertido el baluarte de la democracia y la independencia nacional. Pero nadie quería hacerle el juego a los señores que se amparaban en ese inmediato antecedente que tornó repentinamente indispensable la construcción de esa cárcel. Porque no dejaba de ser una cárcel. Porque nadie sabía muy bien qué hacer con los delincuentes, pero menos se animaban a obviar el detalle que omitían los señores de la época. Esas celdas estaban repletas de presos políticos, de inmigrantes polizones, de analfabetos privados de posibilidades a ambas márgenes del océano. 

Ni yo me animaba, en esa noche en que no alcanzaban los ceniceros de la redacción para contener la duda ética que nos consumía: ¿cuál era la nota que queríamos escribir? Esa noche quedamos solo compañeros. Y nadie se animaba a hablar del monumento a la otredad en el que morirían, fusilados, otros tantos. 

Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte.

Lindo edificio ese de la calle Las Heras. Pulcro, impecable. Dicen que los pisos, de tan limpios, resultan espejados. Brillan, dicen, los cerrojos, pero no parecen encandilar a nadie. Gran espejo ese mastodonte en el centro de la ciudad. Espejo del Estado que se adueña de los cuerpos y pelea por las almas. Estado garante de la tranquilidad de la burguesía de la que dicen que formo parte. Natalio se burla de mí cuando digo que no. Se burla de mí, de mis ideas y de mis protegidos. Yo me burlo de él. De su ignorancia y su falta de clase, de sus posesiones y del miedo a perderlas. ¿Quién serías, Natalio, sin tus tesoros? ¿A qué te dedicarías si no pudieras ya coleccionarnos? Disfrutá mientras te dure, Natalio. Serán muchos los Radowitzky y los Di Giovanni y no habrá cárcel ni disparo que los contenga.

Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno. 

Sea fusilado es la orden. Fusílese entonces. Disparan los cobardes amparados tras uniformes impermeabilizados de sangre. 

Hubiera querido ir.

Se corrió el rumor de que me fue negado el ingreso pero lo cierto es que no me dio el alma. Carezco de la fortaleza que él despilfarra. Mi espalda, no posee la dignidad con la que ella se deslizaba por los pasillos del terror sosteniendo la mano de la hija que no llevó en su vientre. 

Frente a mí, mientras escribo ésto, teclea en la máquina de escribir una niña que gana así su pan y el de tres criaturas huérfanas. A ratos, levanta a mí sus ojos puros, sonríe y seguimos trabajando… Desde aquí veo su melena rizada y el perfil de su cara inocente. Tiene 18 años y ya pesa sobre su cabecita el horror de una tragedia tal que ante ella mi dolor se inclina y se retira. Ella vivió la muerte de cerca, la cercó el horror que no puede traducirse en palabras: América Scarfó pasó una noche en una celda de la comisaría de Burzaco frente a un vigilante muerto y podrido ya, tirada en el suelo y apretando entre sus brazos la hijita de Di Giovanni, que tenía nueve años. No había más luz que en el suelo un cabo de vela, que se apagaba alargando la sombra del muerto. Consiguió hacer dormir a la niña y con ella en los brazos pensó en todo el horror que son capaces de desatar los hombres.

¿Qué cuentos le contaste a la pequeña Laura para calmarle el sueño, América? Te lo pregunto yo, que jamás pude darle paz a ninguno de los que parí. ¿Cómo hacés para mirar con amor al mundo que te arrebató al tuyo? Te envidio tanto, pequeña. 

Un empleo es todo lo que pude darle a la que futuro y presente le era negado en un mundo que no perdona el amor. Quizás lo hice por mí, para contagiarme de su fortaleza, sin saber que a las almas corruptas no las salvan ni los ángeles que barnizan este suelo. 

No me costaba trabajo entender el amor que América le profesaba. Yo, aún sin que la vida nos hubiera permitido cruzarnos jamás las miradas, también lo amaba. Cómo no amar a ese derroche de masculinidad convencida, al brazo ejecutor, a esa pluma que se prolongaba en el acto. El acto que materializaba la idea que volvía a volar y desperdigarse devolviendo dignidad a las mentes históricamente castigadas. Confieso que devoré los rumores de ese amor ni bien comenzaron a revolotear por los pasillos cuchicheantes de la ciudad. “El terror anarquista seduce a una niña de clase trabajadora que deposita en ella sus esperanzas de progreso”, pensarían las gentes bien. Imaginé y creí comprender a esa niña. ¿Qué mujer sería capaz de escapar de esa mirada profunda y segura? ¿Porqué siquiera intentarlo? ¿Cómo no rendirse y dejarse caer entre esos brazos que protegen sin paternalismos hipócritas? ¿Cómo no tomar esa mano que invita a caminar a la par y te llama compañera? La vi, la imaginé, me proyecté en la imagen recreada y, por supuesto, la envidié. 

Mi vida era insoportable. Apenas me reponía ―si es que una madre lo logra alguna vez― de la partida de Pitón y no estaba preparada para enfrentar ninguna nueva pérdida. Mi casa era el infierno. Solo eventualmente hablaba con los hijos que me quedaban y a quienes jamás llegaría a comprender. Compartían genes con Natalio que no se dedicaba a criarlos sino a comprar diariamente su lealtad. Me revolvían las tripas todos ellos. ¡Yo no vine a este mundo a parir hijos burgueses y estúpidos! La falta de instinto y el exceso de inteligencia es lo que no me perdonan. Mientras tanto, pese a sus padres, América conocía el amor. 

No puedo escapar a las comparaciones y pienso que nunca va a entender Natalio lo que es el amor. Mucho me temo que tampoco mis hijos se acercarán siquiera a ese placer de entregarse al otro sin perderse a sí mismos. Sufro pensando en que nunca gozarán eso de multiplicarse en un acto eterno. 

Me sedujo, es cierto. Ya ni sé cómo ni mucho menos porqué. Hoy lo veo disfrutar de exponerme en sociedad como al mural de David, ese que no comprende ni disfruta si no es como mera decoración de sus noches de póker y cigarro. Doblega la voluntad, Natalio, y logra lo imposible. ¿De qué se reirá la amante de turno al observarme creyéndose distinta? ¿No entienden que yo no disfrute de ser una más de las especies de su zoológico de cristal? Soy la estrella roja que corona ese zoológico del que ni yo misma puedo escapar. Viajo en Rolls Royce, tengo un gato y el whisky acompaña mis noches de solitario. ¿Te hace gracia, baratija de turno? Gocé de los hombres más sublimes que ha dado este mundo y aún espero a los que siguen. Logró casarme pero nunca aplacar mi sed. ¿Sabe usted, vizcondesa, lo que es la sed, lo que es el hambre? No me verá satisfecha al entregarle mi cuerpo al magnate coleccionista de caprichos. Yo no soy usted, mi muy estimada. 

Cara te sale, Natalio, tu angurria. ¿Me querías? Me vas a tener hasta el último de tus suspiros, exprimiéndote hasta el ahogo final. 

Ahogo es lo que debía sentir América en su casa. Le quedaba demasiado chica su casa a América. Esas paredes no podían contener tanta pasión. Pasión por el hombre, por la causa, por la humanidad. Pero ahí estaba Severino, que la doblaba en años y picardía, para usar los vericuetos del sistema que combatía en su favor. Los mismos papeles que me encadenaron a Natalio, fueron los que firmó América para casarse con un compañero de ideas y lograr así la libertad de vivir su vida y su amor. 

Creía entender a la América enamorada de ese hombre al que nadie podría resistirse. También Paulino podía dar cuenta de lo irresistible del encantamiento que ese hombre convencido ejercía sobre sus pares. Hasta que la conocí. Conocí a esa mujer y tuve que reubicarme en mis ideas. Era ella de la que nadie podía alejarse. Ella emanaba amor, serenidad y confianza. Esa mujer era especial, única, completamente amable. También yo la doblaba en edad y multiplicaba en experiencias y sin embargo era incapaz de acercarme a su valor y templanza. 

La ciudad se detuvo, expectante, cuando atraparon al italiano terror que asolaba Buenos Aires. Severino Di Giovanni había sido acorralado y acusado. Un disparo le quitó la vida a una niña atrapada en el tiroteo. Esa farsa de batalla tras la que la policía escondió su pavor hacia ese hombre agazapado en un estacionamiento vacío. Y pese a que las balas venían del otro lado del combate, él fue declarado culpable. 

El fantoche hizo regir la ley marcial y el circo continuó con esa mentira de juicio sumario que “legalizó” la ejecución. Hasta eso se les escapó a los inútiles uniformados ―ni para eso sirve el bufón de bigotes que se cree presidente―. Cuando lo saquen de la prisión militar ―si es que no lo hacen con las patas para adelante― tendríamos que ayudar al miliquito que jugó de abogado y se creyó eso de que la defensa del reo era tal, osando demostrar que los cargos por los que se juzgaba a Severino Di Giovanni eran falsos y las pruebas en su contra inexistentes. Tendríamos que ayudarlo por inocente, por buen tipo, che. 

A tu zoológico le falta un abogado joven, honesto y de yapa militar, Natalio. Uno que ignora que el poder no da concesiones y que las leyes no se han hecho para ser cumplidas sino para oficiar de excusa de reclusión y fusilamiento. Pruebas, buscaba el abogadito, pericias que demostraran que el disparo había salido del arma del reo, como si el pánico con el que la oligarquía sufría su existencia no fueran suficiente causal de muerte. Atrapado el terror, démosle muerte al terror. 

Ni vos, Natalio, que te pavoneás por los pasillos del poder, te animaste a publicar nada sobre ese joven que se atrevió a decirle a sus superiores uniformados que no, que no era legal ni legítimo dar muerte a Di Giovanni. Las letras que lo recordaban fueron a morir a un cajón que el fuego se negó a consumir y la Historia a recoger. 

Marche preso, calabozo por 30 días y baja automática y deshonrosa al librepensador uniformado. Reemplazo inmediato y ahí sí, hablemos de los rasgos de asesino irrecuperable que porta Di Giovanni, paladeándonos en la supina ignorancia con la que nos convida la moda. 

Ha formado el blanco pelotón de fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita: 

-Venda no. 

Si sufre o no, es un secreto. 

-Pelotón, firme. Apunten. 

La voz del reo estalla metálica, vibrante: 

-¡Viva la anarquía! 

-¡Fuego! 
No se iban a enfriar los máuseres ni dejaría de chillar el eco de los disparos. El alba del día siguiente traía consigo la repetición de la farsa como cuento de nunca acabar. Corrí a buscarte América, porque no te creí capaz de soportar otro disparo al centro de tu amor. ¡Ilusa yo! Ahí estabas, vos, desde donde te dejaron participar sin ver, oyendo el clamor de las balas que te habían sacado al hombre, crepitar ahora en el cuerpo de tu hermano. Hermano de sangre, de apellido y de ideas, se te iba Paulino.

Él tampoco acepta la venda. Él también le grita al mundo “¡É viva la anarchia!”. El grito que emanó toda su vida y con el que decidió despedirse de este mundo que nada aprendió de su existencia. Lo gritó con la misma dignidad con la que soportó la farsa del juicio que le tocó en suerte. El régimen se arma rápido, mi querida América, y ahí estaba, ahora sí, un uniformado de lealtad corroborada y estupidez en los galones. Un idiota a sueldo que trataría de tal a nuestro Paulino para decretar, más sumaria y más marcial que la del día anterior, una nueva muerte.   

Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. 

Roberto no llegó a cubrir la muerte de Paulino, no le dio el corazón ni le alcanzó la pluma para repetir la escena al alba siguiente. A ninguno le alcanzó. Nadie tecleaba en la redacción esa segunda mañana. Ni rastros del humo del último cigarrillo quedaban ya en el aire de Crítica. 

Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez de Última hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez, de El Mundo.

No me perdono la sombra a la que relegó a Paulino el silencio de esa pluma. Solo Caras y caretas se paladeó con una cobertura propia de la ciencia ficción con la que gustaba exorcizar los fantasmas de la clase a la que representa. 

Los amaste a los dos, América. A tu hermano y a tu hombre. Yo te amo a vos. Hoy entiendo el amor de Severino y la valentía de Paulino al secundar tus elecciones. Y te envidio, América. 

Presiento que ninguna bala se ocupará de mi cuerpo. Estoy destinada a ser una hoja seca que el próximo otoño no va a lograr distinguir entre otras. 

Doy la batalla cotidiana, doméstica, pública y política. Crítica es un baluarte que no quiero ceder. Tu historia, la de ellos y la tuya, traspasará el papel hasta imprimirse en los corazones de los que nos sucedan en estas tierras. Vas a recuperar las cartas que te robaron y vas a lograr reunirte con tu amor cuando el karma lo disponga.

Yo, mientras tanto, sigo haciendo malabares en éste, el circo que me tocó como escenario erróneo para mis sueños, deseos, anhelos y dolencias. 

Le doy vida a este circo. Me disfrazo para ellos y salto al escaparate que les permite su oneroso disfrute. Libro mis batallas a tientas, con los manotazos que permite mi pulsión. Brindo ―con los indignos de toda muerte― por aquellos que murieron con dignidad. 

El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quien sabe!

Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: 

―Está prohibido reírse. 

―Está prohibido concurrir con zapatos de baile.

Ya me haría saber Roberto que circo hay para todos.

A mí, que aún no he muerto.

Él, que ha visto morir.

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                                        Publicado en el libro Palermo (H)eras – Voces desde el encierro – Ed. Hilo Rojo – Buenos Aires – 2015